Son esas cosas que te marcan, un objeto, un comentario, una situación, puede ser cualquier cosa y paf, es como si recibieras una gran cachetada. Ves de otra manera. Está bueno porque después de una gran cachetada uno es otro. Va, en realidad uno va siendo otro todo el tiempo pero tenemos algo que se llama memoria que es una máquina infalible de borrar cosas y sacar a relucir los trapitos que se le ocurren. Algunas cachetadas quedan marcadas, otras la memoria las manda en penitencia al cuartito y otras le resbalan. Al leer siempre estamos recibiendo pequeñas cachetadas. Por ejemplo si uno lee Me llamo Lucía pero me dicen Maga. Paf (Cortázar). Tengo seis años. Paf (?). Vivo con mis papis y mis dos hermanos de tres y de cinco. Paf (???). Me gusta jugar a las barbies. Paf. Me había ido al carajo. Se entiende? Aunque es un poco (del todo) la gracia de la literatura, ya lo dijeron el grupejo de la Teoría de la Recepción. Las grandes obras literarias son como grandes cachetadas, de las que te dejan una marca. Y después ves de otra manera. Aunque en realidad cada cachetada paf es una casualidad y ni sabe todo el lío que arma. Es tener el cachete ahí en el lugar indicado en el momento indicado. De lo que fácilmente se deduce que la vida es un cúmulo de cachetadas paf en absolutísimo desorden (?). En realidad también se puede pensar que las cachetadas te reubican en el camino. O por lo menos te ponen en un camino. Andá a saber cuál. Uno va como medio ciego. Tibio. Tibio… Frío. Paf. Tibio. Más calientito. En esta escala se deduce que todos buscamos el caliente, todos buscamos el kibutz del deseo como diría Oliveira. Paf. Rayuela. Esta vez era en serio. Yo lo que le diría al desgraciado de Oliveira es que se permita coincidir con su propia vida, que el que mucho abarca -piensa- poco aprieta -vive-, y sobre todo, que hay que dejar de buscarlas para verlas a las sonrisas del asunto y que en casa de herrero cuchillo de palo. Paf. Nada que ver. Es que también creo que en casa de herrero cuchillo de palo. Es como cuando terminaste un libro bueno y se lo querés contar a todo el mundo y contárselo (en realidad con un par de personas no más, está bien). O sentarse a ver la luna partida (o llena, eso es a gusto del consumidor), o comer tierra como algún personaje de García Márquez, o observar en su hábitat natural a los monos tiqui-tiqui (o tiki-tiki, según la enciclopedia) que son una especie de monos que acabo de inventar. Paf. En fin, todo eso o situaciones afines. Se entiende. Cada loco con su tema. El punto es estar ahí, y contarle a todos y comer la tierra y mirar la luna o los monos y no estar afuera pensando en todo eso como si la felicidad estuviera la ignorancia de estar ahí, o en otra parte que no sea nosotros mismos. A mí por ejemplo, me encanta poner cosas en los cuatro centímetros de tabla que quedan entre los libros y el precipicio del estante de una biblioteca. Es solo porque se ven lindos esos detalles al borde del precipicio, sin ningún doble sentido, por favor, por que es un precipicio tranquilo. Al fin y al cabo tiene metro y pico. Claro que eso no lo dice la muñeca de porcelana sentada al borde que sabe muy pero muy que si se pasa de lista…paf. El tema es que hay algo de querer sonreír. Donde la palabra más importante es querer. Habría que subrayarla con rojo. Esto está demasiado metafísico, pero del lado de acá, no del lado de allá. Igual, yo en todo esto no tengo nada que ver, porque todo fue por casualidad, todo fue casualidad y ya ni me acuerdo cuando comenzaron las casualidades, ya ni me acuerdo el momento cuando conocí a las personas que me regalaron este libro. Ven lo que les digo de la memoria? Aunque en realidad deben de haber comenzado mucho antes de eso porque todo es una forma, una manera simplemente, en eso estamos de acuerdo con Julio y con Oliveira. Es como elegir las palabras para hablar, pero hablar para decir algo, o para decir nada, o para decir mucho diciendo nada. Eso es. A que si? El resto bien, gracias. Paf.
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