martes, 14 de febrero de 2012
Así fue.
Tengo unas palabras que andan dando vueltas…que dan vueltas porque tienen ganas de dar vueltas y de bailar y girar, y de dar vuelta una especie de melancolía hereditaria que yo tenía pegada. Estas palabras son nuevas y tienen ganas de dar vueltas, de encontrar la fuerza. Tienen fuerza. Quieren bailar. Despegarse, arrancar solitas para donde se les dé la gana. Fue así. Un día me enojé y dije “estúpida melancolía. No te quiero. Quiero escuchar el ruido de las tijeras. Cortar. Cortar con todo. Hasta con el sentido, cortar”. Estaba enojadísima ese día. Quería tijeras. Porque yo quería estar en la cortita, estar ahí, en el acá y ahora de ese momento y no lejos. La melancolía está siempre lejos, en un lugar imposible y no ve nada. Yo no quería estar afuera, pensándolo todo. Pero ese día yo ya estaba quedando de nuevo como una lluvia finita y molesta. De esa que no moja pero humedece todo. Y me decía “Hoy lluevo finito y soy como las nubes grises que tienen agua para llover pero ni siquiera se deciden y son solo grises.” Es que el agua en abundancia cura, es como una mamá, pero yo ni si quiera podía llover de verdad ese día. Era como un mar mezclado con un rio que no sabe cuál es el gusto de sus aguas, era como la arena húmeda a esas alturas, y me pegaba a las cosas que caminaban sobre mí. No encontraba las palabras tampoco, no encontraba nada ese día, ni palabras ni nada, nada. Exactamente así. Con suerte había palabras como esas, palabras cansadas, sin escapatoria como nadie, nada, sin, no. Palabras angustiadas y temerosas de mostrar, que no decían lo que yo soy ni lo que hay afuera, y preguntas retóricas que tenían lágrimas en los ojos y la piel escamada por el dolor. Con suerte había palabras de una soledad infinita que se revolcaban en el charco sucio de una melancolía hereditaria donde los emprendimientos y la alegría son un sufrimiento. Y el sufrimiento se transforma en justificación para no hacer nada, para no cambiar nada de lo que queremos cambiar. Entonces me harté, me harté del agua estancada, de no saber, de la llovizna finita y de no encontrar nada. Me harté de las palabras grises. ¡Que arranquen! ¡Fuera! ¡Lejos! No las quiero a esas palabras. ¡Que se vayan! Les daría un portazo en las narices por entrometidas. Y me enojé muchísimo. Estaba enojadísima. Ese día estaba enojadísima. A dejarse de joder. Las levanté y las saque del charlo a las palabras. Y con las palabras salí yo también. Que no ni no. El enojo me hizo bien. Se terminó. De ahora en adelante el no solo está permitido para decir que no se puede el “no se puede”. Si, si, ya sabemos que la vida es un matete de esperanzas y duelos y duele, pero en el dolor ese que sucede a veces, tenemos que encontrar la vida, que grita, que llora, que canta sus duelos y sus esperanzas, que está viva también en el dolor, que es otra parte de su estar viva. Es como en los partos, que la vida llora, sorprendida de tanto aire, de tanta luz, de las otras vidas que se mueven a su alrededor. Si estamos lejos nos perdemos del hoy. Nos perdemos de la luz, del aire, y también de los llantos del hoy. Hay que aprender a disfrutar del hoy. Y dejarse sorprender. Y también aprender a agarrar al hoy de la mano, sostenerlo fuerte con el pensamiento y llevarlo para donde queramos llevarlo. Cuando el pensamiento sonríe se encuentra con sonrisas. Entonces busqué palabras de luz que quisieran bailar conmigo. Busqué que todo fuera de luz y salir de mi misma e ir a visitar a otros que están lejos y llenarlos de luz y que sean como estrellas y chocarme de frente con la vida contenida en los sí y en las sonrisas. Así fue, gracias a que la vida tiene la forma linda de muchos círculos que dan vueltas y en las vueltas se acarician.
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