Hace un tiempo me encontré con
una hojita de de otro cuaderno. Era una hoja de otro momento, de otro tiempo,
de otra situación. Era una hojita que había quedado blanca en aquel momento y
me preguntaba si haría bien en escribir en ella. Y sin embargo, me gustaba la hojita, porque era una hojita de hoja, bien
simple, bastante chiquita, pero linda, porque no era blanca sino media pardita,
era de un papel reciclado…cómo me había gustado aquel cuaderno de hojitas
pardas… Pero ahora me preocupaba un poco, esta hojita parda que había quedado,
sola. Me preguntaba cómo se sentiría, arrancada del pasado y obligada a enfrentarse
al hoy. Así, de golpe y porrazo. Todo había sido parte de un proceso espejado
en el papel, las otras hojas del cuaderno fueron hojas escritas, re escritas,
corregidas, copiadas. Habían abrazado, acogido y visto madurar a todos los
firuletes de tinta que cabían en sus brazos de renglones y también en sus
márgenes. Habían sido hojas. Y es probable que ella, aún vacía, haya esperado, ansiosa, el momento de recibir
en un abrazo la tinta que la hiciera hoja, que la hiciera poseedora del secreto
que son las palabras, quizá soñara con el momento en que ella también recibiría
aquellas letras de tinta que no había llegado y quizá, viendo el tiempo pasar,
no le hubiera quedado otra más que resignarse hasta un conformismo triste de su
forma, su color y su olor a pasado. Entonces se me ocurrió que ella, que había
esperado, era quizá la más importante. La que había sido destinada a no ser una
hoja más, a no ser anónima. Era la última, cierto, pero por eso mismo, era en
ese momento más que una hoja, era un símbolo del tiempo, del cambio, del cierre
de un circulo. Y ahora que ella y yo sabíamos todo esto, podíamos abrazar
nuevos firuletes de tinta, los firuletes de tinta cambiantes del hoy, que ella
recibiría en sus renglones.
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