Mario, yo vivo en un país que
es como un rinconcito de tierra fértil, es un campo hasta el horizonte, verde y
manso. Pero hace algunos años, Mario, en este paisito, tan verde, tan manso,
pasaron cosas que no tienen nombre. Fueron amarradas violentamente y con fuerza, sometidas al silencio o
camufladas con mentiras y todo quedó sin ver palabras. Es que fueron cosas
horribles, Mario. Y es triste, que en este paisito, tan verde y tan manso,
tenga un herida tan grande atragantada. Todos acá tenemos, y yo tengo también,
a alguien que estuvo ahí. Hay muchos, la
mayoría, que estuvieron adentro pero afuera y vivieron la desesperación más
grande de ver desaparecer a un ser querido y no poder hablar, no poder decir,
no poder hacer, verse obligados a desconfiar, a callar, a tapar, y ver como el
pecho se les iba llenando de impotencia atragantada, de desazón, odio y rabia. Y
la palabra desaparecer es desagradable y sucia, es una mentira, porque
pareciera que no hubiera responsables, que hubo hombre y mujeres, en esos
tiempos, que solo “desaparecieron”. Son algunos de esos hombres y mujeres que
estuvieron adentro adentro, adentro de los cuarteles, de las celadas del penal
de libertad, de un pozo, meses, años con una capucha en la cabeza. Ellos saben lo que es el miedo, ese miedo que
viene de la inseguridad tan extrema de saber que la vida, el ser, no vale nada,
nada. El miedo que viene de la conciencia de que la tortura o la ejecución
pueden llegar en cualquier momento y no se sabe, no se sabe, no se sabe cuando.
Hay muchas palabras que siguen hoy todavía atragantas, palabras que harían
revivir el horror, y nos harías escuchar los gritos, y sentir la desesperación,
el dolor, el frió, el hambre y el miedo. Son esas palabras que porque duelen,
que porque al verlas salir nos duele ahora, y nos desgarran algo adentro hasta
las lágrimas, hay mucha gente que no las quiere oír. Pero yo creo, Mario, que
las heridas comienzan a sanar cuando se empiezan a llamar por su nombre. Cuando
haya palabras en que la madre sepa lo que le paso al hijo o el hijo sepa porque
nunca tuvo padre. Cuando haya palabras para responder las preguntas y no sean
mentiras. No sería más dolor confirmar lo que se teme, no sería porque el dolor
ya está y el saber, la palabra es siempre preferible al vértigo, a la nausea, a
la bronca de la incógnita y del vacío. Palabras
que no sean para vengar sino para entender, para aceptar, para perdonar y
perdonarse, palabras que son necesarias para cerrar. Cuando se empiecen a llenar los vacíos, y se
llamen las cosas por su nombre, ahí quizá, la herida empiece a cerrarse y el
saber permanezca en esas palabras para que nunca más, nunca más, nunca más.
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